Había una vez, hace muchos, muchos años,
llegaron a Moaña unos nuevos habitantes, provenientes de los pueblos de
enfrente del Morrazo. Venían sin nada, simplemente un poco de comida y la ropa
que traían puesta. Excepto uno, que estaba cargado, traía muchas cosas.
- Con tantas cosas que traes, casi no cogemos
todos aquí – dijo Carmen.
- Son necesarias en mi vida, no puedo evitarlo –
dijo Felipe, que era el hombre que más cargado venía.
Llegaron a la orilla de la playa y bajaron todos
de la pequeña embarcación en la que venían, empezaron a caminar por el pueblo
al que habían llegado, llamado Moaña. Iban todos caminando juntos, siguiendo la
misma dirección, menos Felipe. Él, cogió todo y se desvió por otro camino, él
solo, empezó a subir hacia el monte, poco a poco.
- ¡Madre mía! Que cansado estoy, ya puede valer
la pena todo el recorrido – dijo Felipe para él mismo.
Después de dos horas caminando sin parar, llegó
a un monte en el que había un castillo. Tenía el puente levadizo bajado y
Felipe, decidió entrar.
Cuando llegó al interior del castillo, se
encontró a la mujer más guapa que había visto nunca y se quedó parado mirándola
descaradamente. Era la reina, pero eso Felipe no lo sabía. Se acercó a ella y
le preguntó:
- ¿Que hace una mujer tan guapa como usted aquí
sola? - le preguntó Felipe a la reina, llamada Lucía.
- Mi marido y los soldados acaban de salir del
castillo, se han dejado el puente levadizo abierto y yo no quería ir sola a
cerrarlo – dijo Lucía.
- Pues no se quede sola aquí, venga conmigo a
recorrer todas estas tierras, enséñeme esto, no conozco nada – le dijo Felipe a
Lucía.
- No sé si debería hacerlo, me dijeron que no
saliese de aquí con ningún desconocido – contestó la reina.
- Venga, no se arrepentirá – le dijo Felipe.
La reina se levantó de su trono y con el
precioso vestido que llevaba puesto, salió del castillo con Felipe.
- ¿A dónde me vas a llevar? - le preguntó Lucía.
- Iremos a dar un paseo por el monte, parece muy
bonito – respondió Felipe.
Empezaron a caminar, sin mucho rumbo
aparentemente, pero los dos iban entretenidos mirando el paisaje. Felipe iba
pensando en la verdadera belleza de Lucía y comenzó a crear un plan.
- Venga por aquí – le dijo a Lucía, llevándola
hacia una zona oscura llena de árboles.
- ¿Seguro? - no parece un lugar seguro.
- Usted hágame caso y venga ya – contestó
Felipe.
Felipe se paró en seco y abrió el saco en el que
tantas cosas llevaba, y le dijo a la reina:
- ¿Por las buenas o por las malas? - dijo el hombre.
- ¿Por las buenas o por las malas? - dijo el hombre.
- ¿Qué? ¿De que estás hablando? - respondió
Lucía, muy asustada.
Felipe sacó una cuerda del saco, y le ató los
pies a la reina.
- ¿Pero que haces, te estás volviendo loco? - le
dijo Lucía al hombre.
- A partir de hoy, eres mía – contestó Felipe.
La reina, ya muy asustada, no dijo nada más, se
sentó a los pies de un árbol y empezó a llorar.
Tras pasar unos cuantos días allí, el hombre, ya
desesperado por los llantos, sin cesar, de la reina, empezó a recoger las
cosas, para marcharse de allí.
-
¿Me vas a abandonar? –
preguntó Lucía, llorando.
-
No puedo más, eres muy
bella, pero tus llantos son estridentes – respondió Felipe.
Una vez tuvo todo recogido, lo cogió y huyó
corriendo de aquel lugar.
Dos semanas después, los soldados, encontraron
allí a la reina Lucía, atada al árbol. Había muerto, y todo por culpa de la
pena.
-
¡Ha muerto de pena! Hemos
tardado mucho en encontrarla, dijo el jefe del grupo.
-
Su marido nos va a matar –
contestó uno de los soldados.
Y así, de esta manera tan triste, le pusieron el
nombre a este monte. Monte da Pena, desde
aquel día y, probablemente, para el resto de nuestras vidas.
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