- La comida está lista. - dijo mi abuela.
- Ya voy. - respondió mi abuelo mientras recogía los papeles de su despacho.
- Hola papá – dijo una voz que provenía de la cocina.
Ella era mi madre, que esperaba con ansias la comida en la mesa.
- Hola Cris, ¿Qué tal ha ido el colegio? - preguntó mi padre sonriendo.
- Todo bien. - respondió mi madre cogiendo el tenedor y dando fin a la conversación.
Esa misma tarde mi abuelo no trabajaba, por lo que decidió leer y pasar el tiempo haciendo lo que más le gustaba, tocar el gran piano de cola que él mismo había comprado y colocado en el salón.
Tocaba de oído, tenía una gran capacidad para reperesentar sobre las teclas todo aquello que oía, toda aquella música que con partituras no era capaz de leer, pero que escuchando atentamente, poco a poco lograba descifrar.
La noche se acercaba y mi abuelo se estaba preparando para salir a dar un paseo como los de cada noche, por los caminos de Tirán.
Cuando mi madre y sus hermanos se durmieron, salió de casa.
- Que frío. - dijo para sí.
El silbido del viento era escalofriante aquella noche de invierno, pero a mi abuelo le encantaba dar paseos en las noches frías a la luz de la luna.
Siempre llevaba un abrigo de piel y una bufanda negra, además de unos zapatos cerrados de color ocre que a él le encantaban.
No había ni un alma por la calle, y mientras mi abuelo hacía la ruta de siempre; Subir la cuesta del Foxón, seguir recto, bajar por la cuesta del cementerio, rodear la iglesia de Tirán y volver al lado de las especiales playas que desde pequeño le transmitían paz.
Cuando estaba acabando su ruta, decidió desviarse y coger un atajo que él ya conocía, ya que estaba empezando a chispear y no tenía pensado llegar a casa empapado.
Se adentró por un camino, y al dar unos veinte pasos aproximadamente, por su sorpresa, se encontró a una mujer con la piel desnuda, tumbada en uno de los famosos muros donde mi abuelo jugaba de pequñeño, dándose baños de Luna.
Después de quedarse unos segundos petrificado observando lo que estaba pasando, fue capaz de reconocer a la mujer, y no era precisamente una persona cualquiera de el barrio de Tirán, si no la mujer que tan mala fama de bruja tenía.
Al llegar a casa, le contó a mi abuela lo que había pasado.
- ¡Qué dices Minos!, ¿Se le ocurrió decirte algo? - contestó mi abuela preocupada.
- No, no me vió. - aclaró mi abuelo exhausto, al haber corrido desde allí hasta su casa.
- ¡Ay! ¡Por Dios! - mi abuela estaba de los nervios.
- Espero no encontrármela más, fue espantoso. - dijo mi abuelo zanjando la conversación.
- Voy a la cama, no tardes en acostarte. - se despidió mi abuela.
- Buenas noches Rosiña. - contestó mi abuelo con una sonrisa.
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