viernes, 1 de junio de 2018

En busca de las ollas perdidas. Mar Miranda.

     Esta vez había hecho todo bien. Buscó la información en paginas serias, veraces; como diría su profesor. Y lo más importante: Volvió a la taberna. Detestaba aquel lugar. ¡Dios! ¿Por qué su madre tenía que trabajar allí? Era sucia y olía fatal. Su madre adoraba que la acompañara al trabajo. Dania lo odiaba. Pero fue y esperó a que el viejo llegara. Le pidió que volviera a contarle la historia. Y, esta vez, prestó atención.
  Cuando descubrió su error, tuvo que aguantarse para no llorar de rabia delante de aquel pobre hombre. Era tan simple: Las ollas no estaban en la torre, sino en la cueva que se encuentra dentro de la misma fortaleza. Claro que, llamándose “La leyenda de la torre de Meira”, tampoco era tan difícil llevarse a confusión.
  Volvió. Claro que volvió; necesitaba aquel oro. Subió al monte. Contempló la torre derruida, ¿cómo iban a estar las ollas entre aquel grupo de piedras apiladas? Buscó la cueva y, cuando la encontró, la registró de adelante a atrás.
  Nada. Nada de nada. Lo había hecho todo bien. Pero, a veces, no basta con solo eso.
  Empezó a desandar el camino, dispuesta a volver a su triste casa para seguir viviendo su triste vida con sus tristes padres y sus tristes hermanos. Hasta que una voz la distrajo de sus trágicos pensamientos.
   —Se te ve desanimada—Tuvo que darse la vuelta para encararse con el desconocido—Me llamo Mateo—Se presentó el chico.
   Estaba descalzo y su ropa era rara. Pantalón marrón raro y chaleco marrón raro. Bueno, lo de llevar chaleco sin camisa ya era raro de por sí. Pero era guapo y la brizna que mordisqueaba entre sus blancos dientes le daba un aire divertido. Además, ella tampoco tenía nada mejor que hacer aparte de volver a su triste vida. Y, de no hablar con desconocidos, que era la primera ley del manual oficial para chicas responsables. Aunque, teniendo en cuenta que había llegado hasta allí para localizar dos ollas de las cuales una era de veneno y la otra de oro y que si destapaba la equivocada tendría que morir irremediablemente, tampoco es que fuera la cosa para ponerse remilgosa con un chico que tenia pinta de no superarla en edad. Así que, harta de hablar consigo misma, se sentó a su lado y le contó sus peripecias con las puñeteras ollas de la leyenda de la torre de Meira que no están en la torre. 
   —Bueno, ni en la torre, ni en la cueva tampoco—Concluyó señalando la entrada por la que había salido hacia poco rato.
   —¿Has leído el libro? —Preguntó él.
  Ante su cara de “no sé de qué me estás hablando”, sacó, no se sabe de dónde, un extraño cuaderno forrado en algo que parecía piel de algún tipo de animal. Y, mientras buscaba entre sus amarillentas páginas, le explicó que, para encontrar las ollas, tendría que leer lo que allí ponía.
  —Saratlov non e sarartne—Leyó extrañada donde él le indicaba.
  Mateo rio estrepitosamente.
  —Tienes que leerlo al revés—Le explicó entre carcajada y carcajada—¿Y tu dices que has hecho una investigación veraz? —Terminó preguntando sin parar de reír.
  Ella se sintió un tanto ofendida. Pero Dania Larez no era una llorica.
   —Entraras e non voltaras—Leyó tal y como se le había indicado.
  Ahora, la frase, si tenía sentido. Un sentido que no le gustó en absoluto. Pero, aun así, se puso en pie y siguió los pasos de Mateo que ya había empezado a caminar hacia la cueva.
  Dentro, el aire olía diferente y sus pasos se volvieron inseguros al notar el extraño eco que le devolvían las paredes de piedra. Conocía la cueva; la había registrado durante horas. Era la misma, pero… Diferente. ¡Y tan diferente! Ni siquiera tuvo que iluminar lar pantalla del móvil para verlas. Las dos ollas brillaban con luz propia en pleno centro de la estancia, antes totalmente vacía.
   —Pero ¿dónde estaban? —Preguntó, más para si misma que para su compañero.
  Aun así, Mateo respondió con seguridad:
   —La pregunta no es dónde si no cuándo.
  Pero ella no le prestaba atención. Ante sus ojos se rebelaba la mejor de las noticias, pues las ollas eran totalmente transparentes. La de oro mostraba las brillantes monedas amontonadas bajo una tapa que ni siquiera encajaba en su base de tan lleno que estaba el recipiente. Y la de veneno… La de veneno ni la miró dos veces. Corrió hacia su preciado tesoro, lo tomó entre sus manos y, sin mirar atrás, se despidió del muchacho.
   —Gracias Mateo.
   —A ti—Escuchó cuando ya estaba saliendo al exterior.
   Pero ¿qué exterior? ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaba?
   Una torre magnifica lucía donde antes estaba la base derruida. Y la muralla rodeaba un patio de armas como los de las películas de caballeros medievales.
   Asustada, giró sobre si misma para regresar a la cueva. Lo que vio entonces la aterrorizó de una manera extraña. Ante ella, sentado en la misma roca en la que lo vio por primera vez, el chico, en vaqueros y camiseta de marca, toqueteaba la pantalla de un móvil de última generación.
  —¿Qué está pasando Mateo? —Consiguió preguntar con la voz llorosa.
  —Llámame Mat—Fue su respuesta.
  Dania no era tonta. Había sido pobre demasiado tiempo como para no poder permitírselo. Supo lo que estaba pasando cuando vio la Tablet que Mat le ofrecía. En la pantalla, un texto.
                                                          Saratlob non e sarartne
  Supo que tendría que escoger. Supo que solo podría regresar a su tiempo si entraba en la cueva dispuesta a devolver la olla de oro. Y supo que, con todo aquel oro, podría comprarse un hermoso palacio con siervos incluidos.
 —No te sientas mal. Recuerda; entraras e non voltaras—Dijo el demonio Mat viéndola alejarse hacia la muralla—Nadie lo hace.     

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