Érase una vez una bella princesa de torso blanco y cabello dorado que reluce con el sol. cada atardecer se alejaba del mundo para subir al monte de “A paralaia” a pensar y peinarse la melena contemplando el cielo rojizo.
Los campesinos del poblado observaban la silueta de la joven y fascinados la califican como diosa, pero cada vez que alguien intenta acercarse a ella esta escapa como un gato asustado.
Un día tres hermanos se acercaron a la roca en la que se sentaba siempre la princesa con intención de tocarla, ya que la mayoría de la gente del pueblo ya se había planteado la idea de que no fuera real.
El hermano mayor fué el primero en intentarlo, era un muchacho de unos quince años, orgulloso y abusón. Se quiso acercar dando grandes y sonoras zancadas, que asustaron a la princesa, que se ocultó en la espesura del bosque.
Al día siguiente le tocaba el turno al mediano, un joven de 11 años atlético y astuto. Éste, sigiloso como un felino se acercó a la roca pero cuando se disponía a rozarla la princesa notó su aliento agitado en la nuca y escapó veloz hacia ninguna parte.
El tercer y último día era la oportunidad del hermano más pequeño de los tres, un niñito de 7 años, miedoso sincero y leal. Pero el pequeño niño, inseguro de sí mismo, se creía incapaz de alcanzar a la princesa al ver el fracaso de sus otros hermanos, más grandes y fuertes que él. Frustrado y decepcionado consigo mismo, le dio una patada a una piedrita, que oportunamente fue a parar a la mejilla de la delicada princesa de blanco, que sufrió un pequeño rasguño y una punzada de dolor. Un hilito de sangre resbaló rompiendo la perfección de sus facciones, pero qué le daba un carácter salvaje y felino.
Para la sorpresa del niño, la chica avanzó hacia él y le entregó un saco llenos de oro, que utilizó para satisfacer a su pueblo convirtiéndose así en el niño más querido y valiente del pueblo.
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