Érase una vez un mouro que viajó con su hermosa hija hasta las tierras verdes de Galicia. La muchacha vivía feliz en una choza en el monte, pero sentía que le faltaba algo. Era una chica con cabellos largos y finos que parecían un manto negro como el carbón. Los rasgos de su cara eran simétricos y su belleza destacaba entre las demás mujeres de los alrededores. Su suave y oscura piel relucía cuando las gotas se posaban en ella y si cantaba los pájaros la acompañaban con sus dulces melodías.
Un día que la chica se acercó al poblado conoció a un humilde y guapo campesino, con los ojos azules y el pelo castaño cobrizo. Los dos se enamoraron rápida y perdidamente pero la joven sabía que su padre se enfurecería y le pidió que cada tarde antes del anochecer, que era cuando su padre se marchaba a la ciudad, se vieran en secreto en una poza cercana a allí, en Domaio.
Desde aquel día los dos jóvenes se reúnen todos los atardeceres en ese hermoso lugar para compartir maravilloso momentos como dos enamorados, pero al ver a la chica tan distraída en sus propios pensamientos el padre decidió estar más pendiente de ella, hasta llegar al punto de seguirla y espiarla a todos los lugares a los que iba.
La tarde en la que el padre descubrió la relación de la pareja fue terrible. Éste no acudió a la ciudad al atardecer como solía hacer normalmente y siguió a su hija a una prudente distancia para que ella no le viera. Escondido tras un árbol, esperó pacientemente a que algo pasara, y pasó. Se asomó y vió a su hija besando en los labios a aquel miserable y sucio mozo de cuadra y la ira lo invadió por dentro. Rojo de furia, salió de su escondite y con la daga en el bolsillo avanzó hasta los enamorados, que se despegaron sorprendidos. La chica se quedó muda, sin poder articular palabra horrorizada ante la escena que estaba contemplando. Su padre, que desde siempre había sido un hombre cariñoso, pero muy sobreprotector, estaba clavándole a su amado una daga en el corazón. Su rostro estaba pálido y de sus ojos brotaban litros de lágrimas, acompañados de gritos de dolor ya que había recuperado la voz.
Todas las personas que por allí se encontraban pudieron escuchar nítidamente los gritos de la moura, que enloquecida de dolor ante el acto inhumano de su padre decidió sumergirse en las aguas de la poza y desaparecer para siempre.
La gente que vive por esa zona aún puede oír los lamentos desconsolados de la joven procedentes de la poza en las noches de verano, qué era cuando más se veían los dos. En la noche de San Juan, según la leyenda, la moura aparece en la poza peinando sus largos cabellos con un peine de oro.
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